Pero hay
uno entre nosotros, que va de un lado a otro y de un grupo a otro, cuya voz
todos ansian oír. Es joven, el último ser nacido de la Última Humanidad; pues
fue el último concebido antes de conocerse la condena de la humanidad y que ésta
pusiera fin a toda concepción. Siendo el último, es también el más noble. No a
él solo, sino a toda su generación, los saludamos, y buscamos fuerza en ellos;
pero él, el más joven, es diferente del resto.
El espíritu, que no es más que la carne al despertar a la espiritualidad, tiene en
él la capacidad de soportar las tempestades de la energía solar mucho más tiempo
que el resto de nosotros. Es como si el propio Sol quedara eclipsado por el
brillo de ese espíritu. Es como si en él, por fin, y durante un día tan sólo, se
cumpliera la promesa de la humanidad. Pues, si bien sufre en la carne como los
demás, él está por encima del sufrimiento. Y, pese a que siente más que todos
nosotros el sufrimiento de los demás, él está por encima de la compasión. En su
consuelo hay una extraña y dulce bufonada que puede llevar al sufriente a
sonreír en su dolor. Cuando ese hermano nuestro más joven contempla el mundo
agonizante y la frustración de todos los anhelos de la humanidad, no se siente
desanimado, como nosotros, sino sereno. En presencia de tanta serenidad, la
desesperación se convierte en paz. Ante su discurso racional, casi ante el
simple sonido de su voz, nuestros ojos se abren, y una misteriosa exultación
invade nuestros corazones. Sin embargo, sus palabras son graves.
Dejemos
que sus palabras, no las mías, cierren esta historia:
«Grandes
son las estrellas, y el hombre es despreciable para ellas. Pero el hombre es un
espíritu hermoso, a quien una estrella concibe y otra estrella mata. Es más
grande que aquellas brillantes masas ciegas. Pues, si bien en ellas hay un
incalculable poder, en él hay logros, pequeños pero reales. Demasiado pronto, al
parecer, llega su fin. Pero, cuando haya fenecido, no desaparecerá en la nada
como si nunca hubiese sido; pues es eternamente una belleza en la forma eterna
de las cosas.
»La
humanidad tuvo las alas de la esperanza. El hombre tenía que ir más allá que su
corto vuelo, que ahora termina. Incluso se propuso llegar a ser la flor de todas
las cosas, y aprender a ser omnisciente, el enamorado de todo. En vez de ello,
va a ser destruido. Es tan sólo un pajarillo atrapado en un incendio del bosque.
Es muy pequeño, muy simple, muy poco capaz de discernimiento. Su conocimiento pretendidamente universal no es más que el conocimiento de un pajarillo. Su
enamoramiento no es más que la admiración de un pichón por las cosas favorables
a su pequeña naturaleza. Goza sólo de la comida y de la llamada que anuncia la
comida. La música de las esferas pasa sobre él, a través de él, y no es
oída.
»Sin
embargo, lo ha utilizado. Y ahora utiliza su destrucción. Grande, terrible y muy
bello es el Todo; y lo mejor para el hombre es que el Todo lo
utilice.
»Pero…
¿lo utiliza realmente? ¿Acaso nuestra agonía de verdad realza la belleza del
Todo? Y el Todo, ¿es realmente bello? ¿Y qué es la belleza? En toda su
existencia, el hombre se ha esforzado por oír la música de las esferas, y le ha
parecido que, de vez en cuando, captaba algún fraseo, o incluso una insinuación
de la forma total. Aun así, nunca puede estar seguro de haberla oído realmente,
ni siquiera de que exista esa música perfecta que ansia oír. Inevitablemente es
así; pues, si existe, no es para que él, en su insignificancia, pueda
escucharla.
»No
obstante, una cosa es cierta. El hombre, por lo menos, es música; un tema
magnífico que convierte también en música su vastísimo acompañamiento, su matriz
de tormentas y estrellas. El hombre mismo en su condición es eternamente una
belleza en la forma eterna de las cosas. Está muy bien haber sido hombre. Y así
podemos seguir adelante con el gozo en el corazón, y en paz, dando gracias por
el pasado y por nuestro propio coraje. Pues, no obstante, hemos de concluir con
una nota justa esta breve música que es el hombre».